Quizá lo que sucedió estaba latente en la extrañeza de una tarde otoñal con temperatura veraniega. Sobre el horizonte cierta calima como de un aire sahariano matizaba la luz del sol, aire parádojico pues el viento venía del noreste. El agua sin embargo empezaba a obedecer al calendario, se sentía fría cuando metimos los barcos para empezar la travesía.
Con las primeras bordadas el sol que se reflejaba en el agua, el oleaje moderado de un viento fuerza cuatro y la sensación de la navegación a vela hacían casi agradecer las rarezas climatológicas. El viento era noble en intensidad y dirección y permitía concentrarse en la ceñida, la presión sobre las velas era la justa para poder mantener el barco plano empleándose cómodamente a la banda, las tobillos afirmados a las cinchas y el cuerpo bien sacado por la borda. De vez en cuando había que soltar un poco de mayor y dejar trabajar más al foque pero la ceñida era efectiva y hasta cierto punto placentera.
Cada cual buscaba su estrategia, hay quienes
tomamos las bordadas más largas y otros
deciden virar más a menudo como para no
salirse de cierta franja a cada lado del
trayecto a recorrer. Geométricamente no
debería haber grandes diferencias pero hay
sensaciones que inclinan a unos a cambiar de
bordada mientras otros seguimos
aprovechando el agua que queda hasta la
orilla. Yo iba confiado con algo de ventaja, mi
teoría es que en las viradas se pierde
velocidad y es preferible alargar los bordos
aunque hay que estar atento con el efecto de
las orillas sobre el viento que puede hacer
perder barlovento desapercibidamente.
Pero sobre este juego más o menos amistoso, el aire paradójico, cálido y del noreste, guardaba algo inesperado e improbable. Y sin embargo necesario. Algo que detiene el tiempo por un momento, la linealidad quebrada que impediría uno de esos teoremas que exijen la continuidad de una función en un determinado intervalo. Fue como una explosión efímera de presente detenido. Todo nuestro empeño en mantener los barcos a la mejor velocidad, las velas cuidadosamente trimadas, el peso del cuerpo colocado para favorecer la línea óptima de flotación que facilita el paso de las olas, la presión justa sentida en la escota de la mayor, en fin, el movimiento fluido de la navegación, se colapsó traumáticamente en un instante, la colisión completamente inesperada de dos barcos que navegan en amuras contrarias, opacos el uno para el otro por la posición de las velas y los tripulantes.
Oponerse a la ley de inercia nunca es gratuíto, o sí, pues en definitiva la energía ni se crea ni se destruye. El balance del choque fue la rotura de un trozo del alero que sobresale sobre el costado del barco, no parecía muy grave, la relativa fragilidad de la estructura absorbió el impacto de la proa del otro barco que no resultó muy dañada.
Alguien dirá que solo fue un descuido, la falta de previsión, hay que mirar de vez en cuando por debajo de la botavara, sobre todo si se va amurado a babor. Es cierto. Pero tampoco se puede controlar absolutamente todo. Cada instante parece determinar los instantes posteriores, haber tardado un poco más o menos en preparar el barco cuando salimos, llevar la orza unos centímetros más metida, haberme despertado ese día diez segundos más tarde habría impedido la intersección espacio temporal de un abordaje. Ni siquiera puede hablarse exáctamente de determinación cuando cada instante depende de las infinitas combinaciones de los instantes anteriores, y quien dice si no de los posteriores. Quizá solo fue azar.
Extrañamente esa mañana había comprado un boleto de lotería.
I.
Pero sobre este juego más o menos amistoso, el aire paradójico, cálido y del noreste, guardaba algo inesperado e improbable. Y sin embargo necesario. Algo que detiene el tiempo por un momento, la linealidad quebrada que impediría uno de esos teoremas que exijen la continuidad de una función en un determinado intervalo. Fue como una explosión efímera de presente detenido. Todo nuestro empeño en mantener los barcos a la mejor velocidad, las velas cuidadosamente trimadas, el peso del cuerpo colocado para favorecer la línea óptima de flotación que facilita el paso de las olas, la presión justa sentida en la escota de la mayor, en fin, el movimiento fluido de la navegación, se colapsó traumáticamente en un instante, la colisión completamente inesperada de dos barcos que navegan en amuras contrarias, opacos el uno para el otro por la posición de las velas y los tripulantes.
Oponerse a la ley de inercia nunca es gratuíto, o sí, pues en definitiva la energía ni se crea ni se destruye. El balance del choque fue la rotura de un trozo del alero que sobresale sobre el costado del barco, no parecía muy grave, la relativa fragilidad de la estructura absorbió el impacto de la proa del otro barco que no resultó muy dañada.
Alguien dirá que solo fue un descuido, la falta de previsión, hay que mirar de vez en cuando por debajo de la botavara, sobre todo si se va amurado a babor. Es cierto. Pero tampoco se puede controlar absolutamente todo. Cada instante parece determinar los instantes posteriores, haber tardado un poco más o menos en preparar el barco cuando salimos, llevar la orza unos centímetros más metida, haberme despertado ese día diez segundos más tarde habría impedido la intersección espacio temporal de un abordaje. Ni siquiera puede hablarse exáctamente de determinación cuando cada instante depende de las infinitas combinaciones de los instantes anteriores, y quien dice si no de los posteriores. Quizá solo fue azar.
Extrañamente esa mañana había comprado un boleto de lotería.
I.
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